Tú y tu historia
Imagina que al nacer sabes que vas a ser un maestro, o una maestra, que eres sumamente poderoso, que posees unos dones inmensos y que lo único que necesitas para poder entregar tus dones al mundo es tu deseo. Imagina que llegas a este mundo con el corazón lleno del poder sanador del amor y que lo único que quieres es entregar ese amor a los que te rodean. Imagina que tienes una habilidad innata para crear y que tienes todo lo que deseas y todo lo que necesitas. ¿Es posible que en algún momento dado en tu vida hayas sabido que no había nadie como tú en el mundo? ¿Y que en cada fibra de tu ser supieras que no sólo poseías la luz del mundo, sino que además eras la luz del mundo? ¿Es posible que en algún momento supieras quién eras a un nivel muy profundo y que te regocijaras en tus dones? Ahora, tómate unos minutos y fíjate si puedes recordar algún momento en el que supieras la verdad sobre quién eres realmente.
Entonces, ocurrió algo. Tu mundo cambió. Algo, o alguien, arrojó una sombra sobre tu luz. A partir de ese momento, temiste que tú y tu preciado don ya no ibais a estar a salvo en el mundo. Sentiste que si no ocultabas tu don sagrado podrían maltratarlo, dañarlo o quitártelo. En lo más profundo de ti, sabías que este don era un niño (o una niña) precioso e inocente que debías proteger. Entonces hiciste lo que haría cualquier buen padre o madre: ocultaste toda tu magnificencia muy dentro de ti para que nadie
pudiera descubrirla jamás, para que nadie pudiera hacerle daño o quitártela. Luego, con la creatividad de un niño, la disimulaste.
Creaste una actuación, una persona, un drama, una historia para que nadie sospechase jamás que eras el guardián de tanta luz. Fuiste muy listo –brillante, en realidad– al ocultar tu secreto. No sólo convenciste a los demás de que no eras eso, sino que también te convenciste a ti mismo, y lo hiciste porque estabas siendo un buen padre del don que tenías. Era tu secreto, tu secreto profundo y oscuro, que solamente tú conocías. Fuiste tan creativo que manifestaste exactamente lo opuesto a aquello que en realidad eres, para poder protegerte de las personas que pudieran sentirse molestas o furiosas por tus dones innatos.
Pero cuando llevabas días, meses y años ocultando tu valioso tesoro, empezaste a creerte tu historia. Te convertiste en el personaje que habías creado para proteger tu secreto. En ese momento olvidaste que tú habías enterrado tu valioso don. No sólo olvidaste dónde lo habías ocultado, sino que además olvidaste que lo habías ocultado. Tu luz, tu amor, tu grandeza y tu belleza se perdieron dentro de tu historia. Olvidaste que tenías un Secreto.
A partir de ese momento te sentiste perdido, solo, separado y asustado. Súbitamente, tomaste conciencia de que te faltaba algo, y así era. El dolor de haberte separado de tu tesoro fue como haber perdido a tu mejor amigo. Dentro de ti, anhelabas regresar a tu verdadero Yo, de modo que empezaste a buscar fuera de ti algo que llenara ese vacío y que hiciera que te sintieras mejor. Buscaste en las relaciones, en otras personas, en tus logros y recompensas, intentando encontrar aquello que te faltaba. Buscaste en tu cuerpo y en tu cuenta bancaria, intentando recuperar ese sentimiento. Quizás tú, al igual que yo, te sintieras impulsado por unos sentimientos de falta de valía que estaban en un lugar tan profundo que te pasaste la mayor parte de tu vida buscando frenéticamente algo que te hiciera sentir completo. Pero buscaras donde buscaras, acababas sintiéndote vacío.
Cuando tenía cinco años, estaba muy familiarizada con la voz que tenía en mi cabeza que me decía que yo no era lo bastante buena, que nadie me quería y que estaba fuera de lugar. Desesperada por sentirme querida y aceptada, emprendí la agotadora tarea de lograr que otras personas confirmaran mi valía. En lo más profundo, creía que algo no funcionaba en mí, y me esforzaba muchísimo por ocultar mis defectos. Aprendí rápidamente a seducir a las personas, esbozando mi mayor sonrisa para conseguir que se fijaran en mí. Yo creía que si tenía más talento que mi hermana mayor o era más lista que mi hermano mayor, me sentiría a gusto y mi familia me colmaría con todo el amor y la aceptación que yo anhelaba. Creía que si ellos me querían lo suficiente, entonces ya no tendría que oír los horribles pensamientos que llenaban mi mente, o que soportar los dolorosos sentimientos que consumían mi pequeño cuerpo.
Con el paso de los años me volví una experta en encontrar maneras de ocultar mi dolor: a ocultarlo de mí misma y de los demás. Cuando no conseguía encontrar a alguien que me validara o que me dijera que yo era aceptable, cruzaba la calle y me iba al supermercado más cercano, donde me compraba un paquete de magdalenas de chocolate y una botella de Coca-Cola. La dosis de azúcar realmente parecía hacer efecto. Pero cuando llegué a la edad de doce años, mi dolor era demasiado grande como para ocultarlo: me sentía demasiado alta, demasiado rara y demasiado estúpida. Envidiaba a las niñas que parecían encajar, que llevaban la ropa correcta y que tenían las familias adecuadas. Durante años, lloré todos los días, intentando dejar salir el dolor interior que me consumía. Mis lágrimas de tristeza siempre tenían el mismo mensaje: «¿Por qué nadie me quiere? ¿Qué hay de malo en mí? Por favor, ¿podría alguien ayudarme?».
Luego, para empeorar las cosas todavía más, un sábado por la tarde, cuando yo tenía doce años, mi madre nos informó a mi hermano y a mí de que, mientras estábamos en la playa, mi padre se había ido de casa. Su matrimonio había llegado a su fin y se iban a divorciar. La ruptura de mi familia se sumó a mi profundo temor a no ser normal, a estar dañada y tener mala suerte en la vida. El divorcio de mis padres dio rienda suelta a todo el dolor que estaba almacenado dentro de mí. En un instante, todos los malos sentimientos que yo creía que tenía bajo control salieron de mí a borbotones. Mi dolor era tan abrumador que tenía que entumecerlo con drogas y cigarrillos, y haciendo amigos rápidamente en un intento desesperado por encajar y conseguir el amor y la seguridad que no podía encontrar en mi familia, ni en mí misma.
Luchando por encontrar un significado en el vacío que sentía en mi interior, decidí que el éxito era mi último boleto a la libertad. Empecé a trabajar a los trece años, y a los diecinueve ya tenía mi propia tienda. Tenía buen ojo para la moda y me encantaba diseñar nuevos estilos para que los llevaran las mujeres. Llevar buena ropa siempre hacía que me sintiera mejor. Era como si pudiera ocultar mi vergüenza, al menos durante un día, poniéndome una ropa que gustaba a todo el mundo. Me esforzaba por tener los estilos más fabulosos, más al día y más a la moda, para poder finalmente sentirme feliz y cómoda. Y, según todas las apariencias externas, lo conseguía: tenía el coche adecuado, la ropa adecuada y lo que yo consideraba que era un grupo de amigos adecuados. Finalmente había conseguido formar parte de la gente «de moda». Pero, a pesar de mis éxitos y de todos mis amigos, seguía sintiéndome perdida e increíblemente sola. Por mucho éxito que tuviera en el mundo exterior, jamás parecía escapar a la voz interior que me decía que nunca haría nada y que en realidad mi vida no tenía importancia.
En el silencio de la noche, mi desesperación me abrumaba. Me sentía llena de defectos, pequeña, insignificante y dolorosamente sola.
Conseguir mantener mi equilibrio mental se convirtió en un trabajo a tiempo completo. Empecé a intentar acallar el constante ruido interior ahogándome en las drogas. Estaba hipnotizada por mi continuo diálogo interior, por la historia que me contaba a mí misma una y otra vez de que jamás lo conseguiría, de que jamás tendría el amor, la seguridad y la paz interior que tan desesperadamente deseaba. Esa voz llenaba mi cabeza día y noche, criticando cada cosa que hacía y saboteando mi búsqueda del éxito y la felicidad. Había pensado que si me mantenía suficientemente ocupada, que si comía suficientes bizcochos, que si añadía suficientes sustancias químicas o acumulaba suficientes coches y ropa, podría elevarme por encima de la desesperación y la desesperanza que aparecían después de cada momento de alegría. Pero no funcionó. La cinta que sonaba en mi cabeza no hacía más que aumentar su volumen, mostrándome mis defectos y reforzando mis limitaciones autoimpuestas. Esa voz me reñía continuamente, diciéndome que yo no merecía amor y que siempre estaría sola. Finalmente, agotada, me rendía a mi tirano interior, diciéndole: «Muy bien, tú ganas».
Entonces buscaba una bolsa de M&M’s, un cigarrillo o un tranquilizante y aliviaba temporalmente mi angustia. Pero el odio hacia mí misma sólo tardaba unos minutos en regresar y la historia sobre lo desastrosa que era se reiniciaba ahí donde se había quedado.
A partir de los veinte años, añadí a los hombres a mi receta para aliviar el dolor. Desafortunadamente, en mis relaciones con ellos siempre parecía salirme el tiro por la culata. Empezaban con un subidón que contenía la promesa de la salvación y acababan con un bajón que me dejaba todavía más hundida en el agujero que al principio. Entretanto, mi consumo de drogas aumentó hasta el punto que yo sabía que si continuaba por ese camino no viviría mucho tiempo. Me pasé años entrando y saliendo de centros de tratamiento para drogodependientes, intentando enmendar mi vida.
Entonces, un día, mientras me encontraba en mi cuarto centro de tratamiento, participando en otra sesión de terapia de grupo, tuve una gran revelación. Estando ahí sentada escuchando a los demás hablar de su sufrimiento, me dejé hechizar por sus palabras. Mientras escuchaba a otros miembros de mi grupo hablar de sus problemas y dificultades, de sus fracasos y decepciones, me di cuenta de que un tema común (un argumento) salía de la boca de cada persona.
Me asombró lo comprometida que estaba cada una de ellas con su doloroso drama individual y lo seguras que estaban todas de que su historia era la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Vi a personas de mi grupo sacrificar el amor para rendir homenaje a las propias historias negativas que contaban sobre sus vidas y para seguir fieles a ellas. Observé cómo se aferraban, como si de su propia vida se tratara, a sus miserables sagas, intentando convencernos a todos de lo horribles y ciertas que eran sus historias. Algunas personas estaban orgullosas de ellas, como si, de alguna manera, sus luchas y sacrificios las hicieran superiores al resto de nosotros.
Otras tenían aires de superioridad moral en virtud de la profundidad de su sufrimiento. Súbitamente, en un destello de claridad, pude oír algo por debajo de la saga de cada persona: Sus historias eran simplemente, eso: historias, cuentos de ficción que de tanto contarlos se habían convertido en una distracción que enmascaraba una verdad mucho más profunda.
Recuerdo vívidamente un sesión de grupo en particular. Jessica era una mujer rubia y bonita, de veintiocho años, que mantenía su rostro bajo por la amargura y la derrota. Aquel día inició nuestra sesión recitando dramáticamente la misma historia que nos venía contando desde hacía ocho o nueve semanas. Era algo así: «Mi madre no me quiere, mi padre me abandonó cuando yo tenía tres años, mi novio no sabe quién soy...». Me sentí frustrada, con ganas de tirarme de los pelos. Sencillamente, ya no podía seguir escuchando la misma historia ni un minuto más. Jessica era como un disco rayado que hacía sonar una y otra vez la misma mala canción. Pensé que lo menos que Jessica podía hacer era ponernos una nueva canción.
Sentí ganas de ponerme de pie y gritar: «¡Sal de tu historia! ¿No te das cuenta? ¡¿Es que no ves que te estás contando una historia que siempre acaba igual?!». Deseaba con todas mis fuerzas que Jessica viera que se mantenía atascada dentro de su historia sin salida. Pero, por supuesto, yo estaba atada por las limitaciones de lo que ahora sé que era mi propia historia, que me decía: «Tú no sabes nada. No sabes de qué estás hablando, así que quédate en tu silla y mantén esa bocota cerrada». Obedeciendo a esa voz, me hundí en mi silla y volví a sumergirme más profundamente en mi propia historia. Mi silencio, en sí mismo, era una prueba de que mi historia tenía un poder absoluto sobre mí.
Puesto que no soportaba escuchar a Jessica quejarse ni un minuto más, desconecté y puse toda mi atención en mí misma. Mientras la voz de Jessica desaparecía en el fondo, empecé a oír mi propio diálogo interno: «Nadie me quiere. No puedo hacer esto. Jamás seré feliz. Soy demasiado delgada y demasiado fea. Mi vida no tiene importancia», y el siempre conocido «Yo no le importo a nadie». Mientras estaba ahí sentada, me di cuenta de que, como Jessica, yo también estaba repitiendo un diálogo interno una y otra vez, recitando una versión de mi vida que ya había oído un millón de veces.
Me conmocionó descubrir que el argumento de mi historia no era muy distinto del de Jessica; ella simplemente estaba contando el suyo en voz alta. Mientras estaba ahí escuchándome a mí misma, oí el tema de mi historia cantado como un mantra en mi mente: «Pobre de mí, pobre de mí, pobre de mí». Entonces, súbitamente, se me encendió una luz y me di cuenta: «Ay, Dios mío, mi vida también es simplemente una historia».
Hasta ese día, mientras me encontraba en un centro de tratamiento en West Palm Beach, Florida, había estado dormida dentro de mi historia. Había estado dejando que mi historia gobernara mi vida sin mi conocimiento de ello. Todo lo que hacía era coherente con esa historia y estaba limitado por ella, y mis actos eran intentos desesperados de hacer que la prisión de mi historia fuese un poquito mejor, un poco más agradable, un poco más vivible. Siempre estaba haciendo algún pequeño ajuste (un novio nuevo, un nuevo empleo, un nuevo corte de pelo) en un intento de enterrar mi dolor y esconder las «pruebas» de mis defectos. Había confundido de tal manera mi historia con la realidad, que hacer todos esos cambios era como reordenar las sillas en la cubierta del Titanic: el barco se hundía mientras yo, cegada a la realidad de la situación, estaba ocupada tratando de hacer que tuviera buen aspecto e intentando sentirme mejor mientras lo hacía.
Finalmente, se me ocurrió que yo debía de ser algo más que la historia que me estaba contando a mí misma. Del mismo modo que podía ver que Jessica, aunque estuviera atrapada en su propia historia, era más que lo que ella creía ser, me di cuenta de que yo también debía de ser más que lo que mis pensamientos negativos me decían que era. Y en ese momento me rendí ante el hecho de que aunque, inconscientemente, me había pasado años intentando arreglar mi historia, no podía hacerlo. Sin duda formaba parte de mí, pero ciertamente no era todo lo que yo era. Aunque no tenía ni idea de lo que había más allá de mi historia, ese día emprendí un viaje para intentar entender por qué había creado esa historia y cuál era su finalidad.
Pasé los siguiente diez años de mi vida examinando no sólo mi propia historia, sino también las historias de los demás. Mientras realizaba ese viaje, aprendí tres cosas muy importantes: primero, que creamos nuestras historias de vida en un intento de llegar a ser alguien o algo; segundo, que nuestras historias tienen la clave de nuestra finalidad única en la vida y de su realización; y tercero, que oculto en la sombra de nuestra historia hay un secreto muy especial, y cuando se revele ese secreto, nos maravillaremos ante la magnificencia de nuestra propia humanidad.
La historia, el tema y la sombra
Nuestras historias tienen una finalidad. Aunque establecen nuestras limitaciones, también nos ayudan a definir quiénes somos para que no nos sintamos completamente perdidos en el mundo. Vivir dentro de ellas es como estar dentro de una cápsula transparente.
Las finas paredes transparentes actúan como una concha que nos atrapa. Aunque podemos ver el exterior y contemplar el mundo que nos rodea, nos quedamos atrapados dentro, seguros, cómodos con el terreno conocido, atados por el conocimiento interno de que, no importa lo que hagamos, pensemos o digamos, no podemos ir más lejos. Nuestras historias nos separan y establecen unas fronteras claras entre nosotros, los demás y el mundo. Limitan nuestras capacidades y nos cierran nuestras posibilidades. Nuestras historias nos mantienen separados, incluso mientras suplicamos pertenecer a un lugar y encajar. Nos quitan nuestra energía vital, haciendo que nos sintamos cansados, vacíos y sin esperanza. La previsibilidad de nuestras historias alimenta nuestra resignación y asegura nuestro futuro. Cuando estamos viviendo dentro de nuestras historias, tenemos hábitos repetitivos, comportamientos abusivos y diálogos internos abrasivos.
Como todas las buenas historias, nuestros dramas personales siempre tienen un tema, el cual se representa una y otra vez a lo largo de nuestras vidas. Podemos descifrar nuestros temas únicos escuchando detenidamente las conclusiones a las que hemos llegado sobre los acontecimientos de nuestras vidas. Esas conclusiones dan forma a nuestra existencia e impulsan nuestras personalidades.
Nuestras conclusiones se convierten en nuestras creencias-sombra, las creencias inconscientes que controlan nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros comportamientos. Nuestras creencias-sombra establecen nuestros límites. Nos dicen cuánto amor, cuánta felicidad y cuánto éxito nos merecemos o no nos merecemos. Dan forma a nuestros procesos de pensamiento y definen nuestras fronteras personales. Disfrazándose de verdad, nuestras creencias-sombra nos privan de la expresión de nosotros mismos y aplastan nuestros sueños.
Pero lo importante es que nos demos cuenta de que nuestras creencias-sombra contienen la sabiduría que necesitamos para trascender nuestras limitaciones actuales y nuestro descontento. Nos motivan a compensar nuestras deficiencias y nos impulsan a ser lo opuesto a lo que nos decimos ser. Nuestras creencias-sombra nos impulsan a demostrar que valemos, que somos dignos de amor y que somos importantes. Pero si dejamos de vigilarlas, estas creencias-sombra se vuelven contra nosotros, saboteando las cosas que más deseamos al permitir que sus mensajes negativos limiten nuestras vidas.
Por qué «necesitas» tu historia
Permanecemos envueltos en nuestras historias –instalados, a salvo, dentro de nuestras cápsulas– para poder aferrarnos a la comodidad que conocemos y descansar en los sentimientos seguros y familiares de estar en casa. Cuando la vida se pone difícil y empezamos a enfrentarnos al dolor de nuestras propias limitaciones o a la desilusión de vivir por debajo de los principios que nos hemos autoimpuesto, al menos podemos contar con algo: la previsibilidad de nuestras historias. Nuestras historias nos dan algo y alguien con quien identificarnos.
El peor sentimiento para un ser humano es sentir que no es «nada», que su vida y su existencia individual no importan.
La mayoría de nosotros preferiría soportar ser una persona que no merece ser amada antes que ser alguien completamente invisible. De manera que, en un intento desesperado por dar sentido a nuestras vidas, creamos nuestras historias y luego las repetimos, y al aferrarnos a quien creemos ser, perpetuamos nuestros dramas. Entonces, gradual e inconscientemente, nos convertimos realmente en ellos.
Representamos nuestras historias y las llevamos puestas como si fueran insignias de honor. Nos dedicamos a mantener vivas nuestras historias y, en el proceso, sin quererlo nos convertimos en víctimas de las historias que hemos creado para proteger nuestro secreto: nos convertimos en víctimas de la vida.
Cuando reconocemos que nos hemos identificado con nuestra historia y no con nuestro verdadero ser (más amplio, más profundo y más auténtico), nuestro primer impulso es liberarnos de ella. Pero, puesto que nos hemos convertido en nuestra historia y hemos permitido que nos dicte el alcance y el rumbo de nuestra vida, surge una pregunta aterradora: si nosotros no somos nuestras historias, entonces, ¿quiénes somos? Fuera de nuestras historias, la vida nos da miedo y nos parece incontrolable. Huele a imprevisibilidad y a incertidumbre. Tememos que si soltamos nuestros dramas, perderemos nuestra identidad y nuestro lugar en el mundo. ¿Quién nos protegerá? ¿Quién nos amará? ¿Dónde encajaremos? Esta es una perspectiva devastadora para cualquier ser humano. El miedo inconsciente que impulsa nuestras historias es que si renunciamos a nuestras identidades, reducimos la velocidad y nos volvemos hacia nuestro interior, seremos devorados por el vacío. Nuestra resistencia a no ser nada, a no tener nada y a ser un «nadie» está en el centro mismo de nuestra lucha humana. Nuestro temor a la no-existencia es tan profundo que la mayoría de nosotros se conforma con una versión rehecha del Yo que conocemos, en lugar de despertar dentro de lo desconocido.
Pasé la mayor parte de mi vida esforzándome por ser «alguien», por tener una finalidad y una vida con sentido. Sin embargo, a lo largo de los años, mi búsqueda espiritual me ha enseñado que para poder ser libre para ser la mujer especial y única que soy debo aceptar tanto la inmensidad de mi Divinidad como la insignificancia de mi humanidad. Debo aceptar el hecho de que soy todo y nada a la vez.
En una ocasión, mi rabino, Moshe Levin, me contó una historia que proviene del Talmud. A una persona le piden que escriba las palabras No soy nada, excepto polvo y cenizas en un trozo de papel y que lo guarde en su bolsillo y medite sobre ello. Luego le piden que escriba en otro trozo de papel Todo el Universo fue creado sólo para mí y lo guarde en su otro bolsillo. Cuando el buscador medita sobre ambas realidades al mismo tiempo, se da cuenta de que las dos son verdad.
Si vemos la vida desde una perspectiva más amplia, vemos que somos meras partículas. Hasta que aceptemos la nada absoluta y nuestra propia insignificancia, estaremos siempre buscando la experiencia de ser alguien. Pero cuando nos rendimos al hecho de que somos todo y nada, cuando aceptamos tanto la historia como lo que hay más allá, la sombra y la luz, nos convertimos en seres humanos completos, integrados. Nos abrimos a un mundo que está más allá de lo que conocemos. Entonces podemos tener la magnífica experiencia de ver que pertenecemos a la totalidad del Universo y que somos una parte esencial de él. Podremos maravillarnos al darnos cuenta de que todo el Universo fue creado sólo para nosotros. Entonces comprenderemos la inmensidad de nuestra verdadera esencia.
Sé que para algunos de vosotros éste puede ser un concepto difícil, y es posible que todavía no os sintáis preparados para él o cómodos con él. Pero te prometo que si te permites abrirte a esta idea y explorarla, surgirá una nueva posibilidad. Cuando aceptes tus ganancias y tus pérdidas, tus puntos débiles y tus puntos fuertes, tu inmensidad y tu nada, te sentirás suficientemente seguro como para permitir que tu secreto Divino emerja. Únicamente regresando al estado de totalidad uno siente que vale y que merece expresar la verdad más elevada acerca de su ser.
El Yo falso
Nuestras historias son como viejos amigos. Incluso si hablan demasiado, al menos sabemos lo que nos ofrecen: una alternativa que nos resulta menos amenazadora que conectar con un grupo de extraños. La mayoría de nosotros elige la comodidad de lo que ya conoce, permaneciendo dentro de su realidad limitada, para no tener que enfrentarse al terror de aquello que no conoce. Pero, cociéndose bajo la superficie, hay un profundo descontento sobre el Yo falso que hemos creado y la historia que lo acompaña. Es ahí donde comienza la lucha. Ese descontento siempre está empujándonos, susurrando a nuestros oídos: «Tiene que haber algo más que esto».
Para poder aceptar la enormidad de quienes realmente somos y realizar el viaje hacia el exterior de nuestras limitadas historias y volver a encontrar nuestro verdadero Yo, primero debemos enfrentarnos a la verdad fundamental y, a menudo, la realidad más dolorosa: que en realidad nunca estuvimos separados de lo Divino. Somos una pieza de un rompecabezas Divino. Quizá parezca que estamos separados, es posible que actuemos como si lo estuviéramos, pero nuestra individualidad no es más que una ilusión. Es una distracción dolorosa que nos mantiene atrapados en una búsqueda interminable de algo más, de algo mejor o diferente de lo que ya tenemos. Y es una búsqueda inútil, porque se basa en la conclusión incorrecta de que, en alguna medida, no somos «normales».
En nuestra separación, luchamos por crear versiones más grandes y mejores de nosotros mismos, intentando desesperadamente reparar aquello que creemos que está estropeado. Abandonamos a nuestro Yo naturalmente Divino e intentamos frenéticamente anclarnos en nuestra identidad única. Olvidamos a nuestro Yo Divino por nuestra imagen de nosotros mismos. Pero esa imagen (la identidad que estamos persiguiendo) no es quien somos; es un Yo falso que hemos creado para definirnos. Nuestro Yo falso es el personaje principal de nuestras historias, y creemos erróneamente que somos esa persona. Es nuestro personaje, la imagen que creamos para proporcionarnos una identidad marcada. Y nuestras historias son nuestros intentos desesperados de comprender nuestra existencia, de definir lo que no puede ser definido. Cada una de nuestras historias es el lugar donde reside nuestro Yo falso. Éste es el héroe y la víctima y la estrella de nuestra historia. Mantiene nuestra historia intacta y nos tranquiliza con una sensación falsa de previsibilidad y seguridad.
Separarnos
de lo Divino
En cuanto nos identificamos con nuestro Yo falso, en cuanto creemos ser nuestra historia, salimos de las manos de lo Divino y entramos en la pequeña ilusión del Yo, separado y solo. Entonces comienza el juego: el juego de «Mírame, estoy separado de ti». Participamos en esa farsa porque nos permite aferrarnos a la ilusión de que realmente somos seres separados e individuales. Incluso si entendemos intelectualmente en este punto de nuestro viaje espiritual que todos somos uno, a un nivel inconsciente continuamos luchando por la vida separada con la que estamos familiarizados y evitando la experiencia de la unidad. Creemos que si nos enfrentamos a la verdad fundamental (si nos enfrentamos a nuestra unidad) entonces esa cualidad de únicos a la que nos aferramos morirá. Pero nuestra tarea consiste en enfrentarnos a esa verdad, porque vivir dentro de nuestras historias y en la ilusión de estar separados no es realmente vivir. Es un juego interminable de necesitar: temer y necesitar. Es un juego en el que no puedes ganar. Es un juego de «Si al menos»: «Si al menos fuera rica, famosa, más inteligente, más sabia, más rápida, más astuta o más joven, entonces podría ganar este juego y encontrar la felicidad que merezco». «Si al menos conociera a más gente, tuviera un mejor trabajo o tuviera mi propio negocio, entonces tendría lo que necesito y sería feliz». Cuando tenga mi nueva casa, mi coche nuevo, mi nueva novia, o ropa nueva, me sentiré tan bien...». «Si fuera apreciado, respetado, amado o visto, mis deseos más profundos estarían satisfechos». O quizás tu juego trate sobre librarte de algo. «Si al menos no fuera tan egoísta, tan gorda, tan perezosa, si no estuviera tan enfadada, tan amargada, tan cansada o tan arruinada». «Si al menos mis hijos, mi marido o mi madre dejaran de hacerme escenas». O los grandes: «Cuando finalmente alcance mi peso corporal perfecto o cuando encuentre mi finalidad en la vida, estaré contento».
Este es un juego en el que no se puede ganar. Es una trampa, un laberinto interminable del que no hay salida.
Trabajamos día y noche intentando manipular, planificar e idear nuestras maneras de ganar el juego de «Si al menos». Pero ese juego vive dentro de nuestras historias. Fue desarrollado para mantenernos entretenidos y ocupados y para darnos un punto de referencia para nuestras identidades individuales. Pero si estamos dispuestos a mirar, veremos que el juego no es más que un señuelo, que esconde lo que es real, que oculta nuestra verdadera esencia. Para poner fin a esta lucha, tenemos que darnos cuenta de que gran parte de lo que creemos sobre nosotros mismos es una historia. Para la mayoría de nosotros, es un cuento que nos quita poder. Creamos nuestras historias para proporcionarnos una identidad y proteger el carácter sagrado de nuestra verdadera esencia. Y necesitamos nuestras historias y el secreto que contienen para que nos lleven de vuelta ante
la presencia de nuestra Divinidad y para desarrollar la finalidad de nuestras vidas.
Aceptar
tu historia
Nuestras historias tienen un propósito Divino. Son una parte real y necesaria de nuestra evolución personal. Hasta que comprendamos la importancia de nuestras historias, seguiremos atrapados en el círculo vicioso de intentar reparar partes de nosotros mismos que no están rotas. Oculta en nuestros dramas personales hay una información importante, perlas de sabiduría de las que podemos extraer la clave para realizar nuestras contribuciones únicas al mundo. Nuestras historias contienen los ingredientes exactos que necesitamos para convertirnos en las personas que siempre quisimos ser. Dentro de nuestras historias hay una receta Divina para una vida de lo más extraordinaria.
El primer paso es descubrir tu receta para darte cuenta de que tú has creado tu historia, no sólo para protegerte, sino también, inconscientemente, para reunir la sabiduría y las experiencias que son necesarias para realizar tu finalidad en la vida. Tú has creado tu historia para aprender las lecciones que debía enseñarte. Eres como un maestro cocinero. Has pasado tu vida en la cocina, cocinando tu dolor, tu alegría, tu triunfo y tu fracaso para reunir los ingredientes necesarios para manifestar tu Yo más extraordinario. Pero tu historia –con todo su drama y todo su dolor no procesado– esconde esa receta.
La mayoría de nosotros se distrae tanto con el drama de su historia que ya no recuerda que tenemos un propósito Divino aquí.
Estamos tan entregados al dolor de nuestras historias personales y a hacer que los demás estén equivocados, que ni siquiera nos damos cuenta de que todo ese dolor tiene una finalidad. Vale la pena repetirlo: «¡Todo nuestro dolor tiene una finalidad!» Está aquí para enseñarnos, guiarnos y darnos la sabiduría que necesitamos para entregar nuestros dones al mundo. La mayoría de nosotros utiliza sus traumas y sus heridas para machacarse, para mantenerse atascado y para no crecer. Pero cuando examinamos nuestro dolor y nuestra decepción y los utilizamos como herramientas de aprendizaje, nos dan lecciones de vida sagradas que sólo podemos aprender de esta manera.
Estás aquí para aportar tu sabor único y para servir al mundo de una manera en que sólo tú puedes hacerlo. Una de las maestras de preescolar de mi hijo, la señora Knight, demostró este principio a su clase. En el primer día de escuela, la señora Knight entregó a todos los niños que entraron al salón una pieza de un puzle que tenía un número en la parte posterior. Cuando llamaba a cada alumno o alumna por su número, cada uno de ellos llevaba su pieza del puzle y ella la ponía en la posición correcta en el marco de cartón que lo contenía. Había veinte niños y veinte piezas del puzle. Cuando finalmente la señora Knight llamó al número veinte, se pudo ver la imagen completa en el puzle, salvo una pieza que faltaba, que impedía que todos viéramos la belleza de la imagen íntegra. El niñito que había recibido la pieza número diecinueve había faltado a clase ese día y, para que se viera toda la imagen, la clase necesitaba su aportación. De esta manera, la señora Knight ilustró bellamente para los niños cuán importante era cada uno de ellos para completar la totalidad.
Yo estaba ahí sentada con lágrimas en los ojos, pensando en que cada uno de nosotros representa una aportación sumamente importante para la totalidad de la humanidad. Cada uno de nosotros tiene una pieza importante que aportar a la imagen de la vida. Cuando nos quedamos estancados en el pasado, odiando nuestras vidas y nuestras historias y odiándonos a nosotros mismos, es imposible reclamar nuestra pieza del puzle y colocarla en el sitio que le está destinado. Hasta que hacemos las paces con nuestra historia, es imposible extraer los ingredientes que necesitamos para expresar nuestro Yo Divino. Todo nuestro drama –cada una de nuestras experiencias, las partes de nosotros mismos que amamos y las partes que detestamos– es lo que hace que nuestra pieza sea única. Algunos de nosotros tenemos la pieza del centro del puzle; otros, las de algún extremo; y otros, la pieza grande y redonda. No hay ninguna otra pieza del puzle que sea exactamente igual a la tuya. Ninguna. Hay algunas similares, pero ninguna es como la tuya. Tu aportación única continúa latente, esperando a que reúnas todas las experiencias que necesitas para interpretar tu pieza del puzle. Cada día atraes experiencias perfectamente adecuadas para obtener la sabiduría requerida para producir tu receta única, tu pieza del puzle.
El Proceso
El secreto de la sombra te guiará para que veas que «tu historia» ni siquiera se acerca a la definición de quien realmente eres. Es una pequeña parte de ti que te mantiene atrapado o atrapada en pautas repetitivas y que limita la cantidad de amor, paz interior y éxito que puedes recibir. Para que puedas ver tu ser completo y tu verdadera magnificencia debes salir de tu historia. Salir de nuestras historias nos permite derribar los muros perfectamente construidos que rodean nuestros corazones abiertos. Para poder vivir fuera de nuestras historias debemos sanar nuestras heridas y hacer las paces con nuestro pasado. Debemos destapar el dolor y aceptar los defectos y los puntos débiles que llegan con nuestra humanidad. Hasta que aceptemos quiénes somos y por qué estamos aquí, y comprendamos las inmensas lecciones que la vida nos enseña, seguiremos atrapados dentro de la pequeñez de nuestros propios dramas personales.
Para trascender tu historia, debes estar dispuesto a experimentar la lucha diaria de tu existencia personal. Porque sólo cuando puedes aceptar tu vida exactamente tal como es, tienes la opción de cambiar su rumbo. Para vivir tu vida fuera de los confines de tu historia, primero aprenderás a definir claramente todas las maneras en las que evitas reconocer y aceptar con amor la nada que hay en tu interior. Conocerás todas las maneras en que intentas definirte para que nadie te confunda con ninguna otra persona, las maneras en que intentas llenar tu identidad para no tener que sentir el profundo vacío que subyace a tu necesidad.
Este libro te mostrará cómo utilizar tu historia, obtener beneficios de todos tus traumas y tus deficiencias, obtener sabiduría de tus heridas. Te proporcionará el proceso para que puedas extraer tu receta única y liberar el secreto que está oculto en la sombra de tu historia. Ahora es el momento de explorar cómo puedes utilizar tu historia para enriquecer tu vida y las vidas de los demás. Ese es el motivo por el cual la tienes. Pero sólo podrás utilizarla cuando estés preparado para salir de esa historia llamada «Tú».
En los capítulos que vienen a continuación identificaremos todas las interminables maneras en que hemos perseguido la satisfacción y la felicidad. Siempre que perseguimos algo ciegamente, debemos detenernos para preguntarnos por qué lo estamos haciendo; ahí es donde encontraremos pistas importantes. Tanto si estamos buscando amor, o atención, o respeto o el éxito mundano, debemos estar dispuestos a ver que perseguir eso es un intento por llenar algún vacío o alguna carencia en lo más profundo de nuestro ser. Debemos reconocer que nuestras estrategias para encontrar satisfacción han fallado. Entonces podemos mirar a la cara todas las maneras en las que nos hemos violado a nosotros mismos, todos los casos en que hemos vendido nuestras almas mientras intentábamos ser mejores y mejorar nuestras historias.
El secreto de la sombra trata sobre el descubrimiento de tu verdadera esencia. Te servirá como una guía que te llevará de regreso al hogar: ahí donde, en los más profundo de ti, sabes que perteneces. Estando en presencia de tu verdadera esencia, sin el estorbo de tu historia, te conocerás a ti mismo como la totalidad del Universo –tanto la nada de tu Yo más pequeño como la plenitud de tu humanidad–. Al salir de tu historia, descubrirás que el «tú» que siempre has deseado ser no vive dentro de ella. Una vez fuera, verás que la vida de tus sueños y la realización de tus deseos más profundos te están esperando. Aquí te sentirás impulsado a contar al mundo tu secreto, que ha estado oculto en la sombra de tu historia. Entonces sabrás lo que se siente al estar en la gloria de tu Yo más magnífico.
Pasos de
acción sanadores
1. Empieza comprando un diario bonito y titúlalo «Mi importante y misteriosa historia». Comprométete a usarlo como un lugar en el que anotarás los sentimientos, los pensamientos y las ideas que surjan mientras realizas los ejercicios que se describen en este libro. Mientras haces estos ejercicios, intenta no corregirte o censurarte. En lugar de eso, permítete expresar libremente cualquier cosa que tengas en la mente o en el corazón.
2. Elige un momento en el que puedas estar a solas y ponte cómodo. Crea un espacio libre de distracciones y ten tu diario cerca de ti. Cierra los ojos y, mientras lo haces, respira profunda y lentamente unas cuantas veces, sintiendo que vas cada vez más dentro de ti con cada respiración. Permítete relajarte completamente, entra en la quietud y dedica unos minutos a tu crecimiento espiritual y al descubrimiento de ti mismo. Vuelve a respirar lenta y profundamente y deja que tu conciencia descanse suavemente en la zona de tu corazón. Mientras respiras, siente que conectas con
tu ser interior: el aspecto esencial de ti que ha estado contigo en todos los momentos de tu vida.
Imagina que estás viendo una película sobre tu vida. Mírate en el día de tu nacimiento; fíjate en los rostros de las personas que cuidaron de ti durante tu infancia. Imagínate en tus primeros años de vida, aprendiendo a caminar y a hablar. Recuerda los años que pasaste en la escuela, viendo los rostros y oyendo las voces de las personas que te influyeron, para bien o para mal, durante tus años formativos. Deja que esta película se proyecte en la pantalla de tu conciencia y permítete sentir y recordar tus amores, tus pérdidas, tus decepciones, tus desafíos y tus logros. Confía en que cualquier cosa que te venga a la mente es perfecta. Respira profundamente mientras reflexionas sobre las diversas experiencias que has tenido en el tiempo que llevas en esta Tierra.
Considera que cada una de esas experiencias, y cada uno de los acontecimientos de tu vida, se ha desarrollado en armonía con el plan Divino. Ábrete a la posibilidad de que cada persona, cada acontecimiento e incidente ha sido atraído por tu vida para hacerte despertar a tu propia sabiduría interior. Reflexiona sobre la idea de que has nacido con una aportación única que hacer y que cada experiencia de tu vida, de alguna manera, te ha entrenado para que puedas entregar tu don especial al mundo.
Respira hondo una vez más y, cuando estés preparado, abre los ojos lentamente y dedica unos minutos a escribir en tu diario los pensamientos o sentimientos que estén presentes dentro de ti.
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